Kabiosile Carlos Embale

Lejano, enjuto, como si se hubiera ido de su piel y de sí mismo, Carlos Embale mira, tras el cristal, un disco de Carlos Embale. El sol pone sus pinchos sobre el pavimento en el mediodía de la calle Obispo. Recorre otra vez el mismo aire que llenó con su voz aguda de guerrero, sin reconocerse al otro lado del vidrio. ¿Quién será ese Carlos Embale de enfrente?, se pregunta el Carlos Embale de este lado, mientras ensaya una mueca alegre al paso de los turistas que lo evaden, como se huye de un perro sarnoso o de una pared sucia. Un día dejó de reconocerse a sí mismo, y ni el amparo de la rumba de cajón que se filtra por entre las puertas de los solares, le traen el verdadero rostro que tuvo. Él mira el infinito y es un vacío tras la vitrina. Un brillo momentáneo del sol en el cristal, donde Carlos Embale de un lado mira al Carlos Embale del otro. Son uno y no son nada. Enemigos desconocidos a esta hora de cielo y soledad.

No vi la escena. Me hubiera desgarrado la poca fe que me quedaba entonces en esa Habana que creaba tales espejismos. Me lo contaron tal como lo cuento. Y confieso que he demorado en visualizar, con Embale ya muerto, aquel fantasma de su persona menuda y poderosa. Los cubanos nos vamos del país o de nosotros mismos. Siempre un alejamiento nos hermana a la pelona. Por eso prefiero conservar su imagen anterior, subiendo al quinto piso de Radio Ciudad de la Habana, en el corazón del Vedado, con otros cómplices llamados Los Roncos, para desgranar aquella tarde de jueves la fruta melodiosa del guaguancó con claves humanas, palmadas y silencios, mientras narraba crónicas de vida con su voz erizada, sus ojos chinos de pequeño mulato, su amable presencia que ya comenzaba a evadirse de todos. Menos de la música que se le salía de los huesos.

El hombre a quien Benny Moré le dijo, una noche de 1957 que no era segundo de nadie; la melodiosa voz de flecha que se iba sola con el ritmo acompasado, fuera columbia o son; el que siempre tuvo malas pulgas, y dicen que también supo ser amble y lejano, terminó viéndose él mismo desde otra dimensión, testigo incómodo de sí mismo, hasta que la muerte le arrimó el hombro para que él llorara la inmensa ausencia de sí mismo. Carlos Embale en el limbo de los grandes. Embale, Embale, yaya, yaya dice el coro, y el hombre que un día iba a desconocerse, suelta como un encantamiento: que rayos son tu lengua.

Por eso en mi memoria, sigue Carlos Embale caminando solo y perplejo, olvidando al fornido mulato que sustituyó al gran Benny en el Conjunto Matamoros en 1946. Caminando hacia la muerte, y antes de perder la memoria y el rostro se despidió de la realidad a mediados de los noventa, curiosamente con la grabación de una pieza emblemática: La última rumba, de Ignacio Piñeiro; porque Carlos Embale le dio voz y vida a su Septeto. Recorrió entonces todos los barrios de la Habana a los que había cantado, sin reconocerse y sin reconocer, ya casi muerto en esa ausencia que no precisamente quiere decir olvido.

Le mantengo así, con chispas en los ojos rasgados, el bigote pobre sobre el canto, que era frontera ya entre la perplejidad y el dolor, entre la alegría y la guerra al tiempo. Y segundo de nadie, ni siquiera de sí mismo, Carlos Embale sigue recorriendo los territorios privados del corazón, anunciando eternamente: Lo que nadie te ha podido dar/ yo te juro que te lo daré/ porque en ti he podido encontrar/ lo que en otro querer no encontré. Se rompen en esos momentos los vidrios de la tristeza, y los dos Embales vuelven a ser uno solo, caminando sin prisas, metiéndole a la rumba en la misma costura, guapo ahí, desafiando el injusto tiempo humano, Jesús María abajo, Cayo Hueso arriba. Santa Amalia, Luyanó y Los Sitios en el fragor de la memoria.

Ramón Fernández-Larrea
Barcelona, marzo del 2002

 

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3 thoughts on “Kabiosile Carlos Embale”

  1. Si es doloroso ver a alguien tan grande que nos honró desde su sencillez, y que nos identificó y formó parte por derecho propio de ese gran acervo de nuestra cultura, estar olvidado y abandonado en la tierra que reverenció. Es triste ver a un hombre que con su voz era sinónimo de cubanía, irse de esa forma anodina y miserable, registrando en los latones de basura buscando algo para comer. No me lo contaron, yo lo vi con mis propios ojos, y así a veces deambulaba por las calles con sus ropas raídas, buscando un mendrugo, en la más absoluta orfandad, y se me estrujó el corazón. Nación que olvida a sus hijos notables, esos que son parte de su historia, no tiene derecho a conquistar un futuro promisorio.

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